Esta historia ocurrió, si es que de verdad ocurrió, o fue inventada, si es que alguien se la inventó, hace muchos, muchos años, en los tiempos en que estas cosas podían pasar, o alguien se las podían inventar sin que lo tomaran por embustero. Me la contó Miguel Torres, una noche tomando el fresco, y yo la cuento a mi manera. Le pedí prestado el nombre a mi vecino Paco, para poder dejar escrito en los papeles el de Fermina, su madre, y que no se olvide.
Eran tiempos difíciles, tiempos de lobos y de nieve, de amos y criados, de injusticia y hambre, de caprichos y de muerte por los montes, los campos, los caminos y los pueblos de España; también por estas tierras del Señor San Juan se oían aullar los lobos en lo alto de las sierras y era corriente que los nevazos hicieran desaparecer los caminos. Nadie se atrevía a ir de un lado a otro, y menos después de ponerse el sol.
El muchacho se llamaba Paco, pero le decían Paco Fermina, por la costumbre de identificar a los zagales por el nombre de la madre y a los hombres casados por el de su mujer. Tendría alrededor de ocho años y vivía en una de las moradas de pastores y criados, en el cortijo Casa Letrao (casa del letrado, en fino), el mismo en el que había nacido. Un pobre caserío que consistía en un cocinón, donde se hacía la vida frente a un fuego mal alimentado, lo que se conocía como “la casa”, rodeado de cuadras y cámaras en donde se mezclaban las personas con el ganado, los aperos, la matanza, la paja y los frutos almacenados de la última cosecha. Había una pequeña alcoba junto al zaguán, en la que dormían los padres; las mujeres dormían en la primera cámara, la del trigo, que nunca se llenaba del todo y era la primera en vaciarse; los hombres se repartían por las otras cámaras, el pajar o la cuadra, buscando el calor de los animales.
Como todos en el cortijo, el muchacho estaba a las órdenes de lo que los amos quisieran mandar.
Era la víspera de la Pascua. Una tarde oscura y fría, con un viento racheado del norte que amenazaba con traer una buena ventisca antes de la noche. Paquillo estaba en el parador jugando con los chotos de una cabra, recién parida como quien dice. Las cabras y los choticos le gustaban con locura. Más que la magra o el caldo picante. Sintió la voz de su madre que lo estaba llamando.
Mira lo que te digo –ordenó Fermina-, tienes que acercarte hasta el cortijo de la Hoya Lóbrega. Le dices al tío Mamerto que haga el favor de darte un borrego, que te manda el señorito Bernardo, que hay que aviarlo para la cena de mañana.
– Pos matamos uno de aquí, mama –dijo el muchacho-, yo no quiero ir tan lenjos.
– No, nene –tie que ser ese –insistió Fermina- que dice el señorito que los borregos de la Hoya comen mejores hierbas y echan gusto a romero. Anda, tira y no te estés muncho, que pue que caiga una miajucha de nieve. Les das este papel y les dices que vengan a cobrar una vez que se pase San Antón.
El cortijo de la Hoya Lóbrega está a unos cinco kilómetros, en línea recta, de la Casa Letrao, en la umbría, saltando el puntal de la Vieja, al otro lado del puerto. Eran ya las seis de la tarde cuando el muchacho llegó. Entre que eligieran el borrego, lo mataran, le sacaran las tripas y lo desollaran, se harían más de las ocho, noche cerrada. Empezaban a caer unos copos de nieve. Se sentó en el suelo frente a un fuego bajo.
– Cómete un mantecao, nene – le ofreció una mujer, acercándole un plato colmado de los olorosos dulces de Pascua que ella misma había cocido en el horno moruno que aún ardía junto a la casa.
Por fin llegó el tío Mamerto con el animal al hombro. – Ciérrate bien la zamarra –le dijo al muchacho- y ven aquí, que hay más luz. Acáchate una miaja.
Paquillo hacía lo que le mandaban. Enseguida sintió el peso sobre la espalda, el calor reconfortante de la carne recién muerta. El pastor hizo pasar las manos de la res por los hombros del muchacho. Después las ató una con otra por debajo de su barbilla y, para que no se le pudiera escapar, le rodeó la cintura con el cabo de cuerda sobrante y le hizo varios nudos.
– Asín no te se escapa. Anda, tira ligero que te se va hacer mu tarde.
El muchacho cogió la vara, se caló la gorra y salió al camino.
– Nene, toma. Y no te entretengas – le advirtió la mujer mientras le daba un pequeño farol de hojalata con un cabo de vela dentro. Una vela de sebo que no duraría mucho.
La nieve caía con más fuerza ahora. El camino, difícil de seguir en la oscuridad, desapareció del todo. El zagal decidió andar en línea recta, olvidando el sendero, siempre hacia arriba.
Estaba seguro de que, cuando saltara al otro lado del monte, vería el resplandor de la lumbre de algún caserío. Podía reconocer cada cortijo. Caminando hacia la luz llegaría a un lugar conocido y, desde allí, pronto estaría en su casa.
Tuvo suerte: desde lo alto se veía, a lo lejos, una lumbre bastante grande. Estaban encendiendo el horno de la yesera, en la Casa Nueva. Caminando hacia allí no se perdería y aquello estaba a dos pasos de su destino. Andaba ligero pero confiado, todo lo deprisa que le permitían la nieve y el peso del borrego. Alumbrándose como podía con la escasa luz del farolillo.
Iba pensando en sus cosas, recordando lo bonicos que eran los choticos pequeños. Le pareció que escuchaba una respiración entrecortada que se acercaba por detrás de él. Se volvió para darle las buenas noches a quien le haría compañía. Pero no era la clase de compañía que él habría deseado. Al girar la cabeza descubrió, a unos pocos pasos de distancia, dos pares de ojos de un pálido color verde que brillaban en medio de la oscuridad…
Le subió por la espalda una culebrilla de escalofrío, le puso de punta los pelos del cogote, le palpitó en las sienes con el susurro de unos polvos de gaseosa mezclándose en el agua del vaso. El corazón le retumbaba contra el pecho. Se le aflojaron las piernas. Pensó que se iba a ensuciar encima…
Echó a correr sin volverse a mirar atrás. Sentía a su espalda la respiración acezante de sus perseguidores, cada vez más cerca. De pronto, sintió un fuerte tirón, que no le hizo caer porque al correr llevaba el cuerpo inclinado hacia adelante, pero perdió el farol. Las alimañas se quedaron atrás por un momento, rugiendo y gruñendo como si se pelearan por algo, pero enseguida volvieron a acercarse, otro tirón y de nuevo se quedaron atrás. Le concedían otro momento de descanso.
Así siguieron, tirón y tregua, tirón y tregua…, mientras el zagal corría cada vez más rápido. La tejera estaba ya cerca y la carga parecía hacerse más liviana. Corría y corría, cada vez más deprisa, más ligero de piernas y de peso.
Estaba llegando a las primeras casas. Sabía que sus moradores estarían sentados frente al fuego, comiendo lo que hubiera de cena antes de arrebujarse en el catre para dormir.
– ¡Lobo!, ¡lobo! –gritó.
Salieron de la tejera algunos hombres con estacas en la mano, alumbrándose con una pava de gas que echaba mucho humo. Las fieras habían desaparecido
– ¿Qué lobo ni qué lobo, nene? Aquí no hay ningún lobo. Anda, ven a la lumbre. ¿Qué es eso que llevas en la espalda?
– Un borrego de la Hoya Lóbrega para los señoritos. Que dicen que echa gusto a romero.
– No, hijico, no. No llevas un borrego. Tú lo que llevas son los brazos y la cabeza de un borrego. Lo demás se lo habrán comido los lobos.
Y da gracias. Si llegas a tardar dos pasos más… te empiezan.
Francisco Morata.